El subterráneo de la capital funciona cuando no hay cortes eléctricos, sin apenas empleados ni controles. Las clínicas están asfixiadas por la falta de personal y medicamentos. Los centros educativos luchan por sobrevivir y la Administración está atravesada por miles de grietas que anticipan un colapso inminente.
Acercar la lupa al sector público de Venezuela después de dos décadas de gestión del chavismo y, sobre todo, tras seis años de deterioro acelerado bajo el mando de Nicolás Maduro, supone observar un mastodonte que todavía no se ha derrumbado del todo gracias a las infraestructuras heredadas y a la implicación de sus trabajadores.
La decadencia de los servicios impulsados por la llamada revolución bolivariana, golpeados por una emergencia económica sin precedentes, la corrupción y una hiperinflación sin freno, es otra instantánea de las graves disfunciones de Venezuela.
El Gobierno ha atribuido en repetidas ocasiones el deterioro a la “guerra económica” que, asegura, EE UU libra contra el chavismo. Maduro llegó a hablar de “guerra contra los servicios públicos para hacer ingobernable a un país”. El pasado mayo, en el primer reconocimiento explícito del régimen del inmenso deterioro, el Banco Central reveló una caída del PIB del 52,3% desde 2013 —cuando Maduro fue elegido presidente— y un aumento de la inflación del 180,9% en 2015 al 130.060% en 2018. “La crisis es estructural, llegó para quedarse”. Esta es la advertencia que hizo el economista Asdrúbal Oliveros, director de Ecoanalítica. La firma realizó recientemente, tras la primera oleada de apagones, un foro sobre el reto de sobrevivir ante ese colapso. “No vamos a salir de eso, en medio de este modelo, en medio de esta restricción financiera que tiene el Gobierno. Vamos a suponer que Maduro quisiera arreglar la electricidad, ¿con qué plata lo hace?”, se preguntó.
La compañía estatal de petróleo era la joya de la corona de Venezuela, país con reservas de crudo por encima de Arabia Saudí, y ahora, tras años de mala gestión y el expolio multimillonario de sus responsables, no logra cubrir ni el mercado nacional. Este funcionario de rango medio-alto, que cita a EL PAÍS con la condición de anonimato, explica que “todo el mundo gana casi igual”. “No importa que tengas una maestría, dos carreras, que hables tres idiomas. Igual a lo mejor no pasas de 120.000 bolívares (diez dólares) mensuales y cobras en una quincena (bono que forma parte del sueldo) 46, 47, 49.000 bolívares”. Los empleados reciben cada dos meses una bolsa de comida “bien equipada”, con “productos de primera”. No es la caja de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción, que apenas alcanza para una familia y que periódicamente se reparte en los barrios y entre los trabajadores públicos. Aun así, el incentivo es insuficiente. Y, ante el temor a las represalias, prefieren irse antes que expresar su hartazgo. “Lo manifiestan con su renuncia, se van de vacaciones y no regresan. Un grupo grande se va de vacaciones y no regresa. Ni siquiera cobran utilidades ni nada. Se van. El que logra sacar su jubilación, la saca y se va. En promedio diría que se van 600 personas mensualmente. Ahora quedan unos 95.000”.
Con información de El País.