Nacer en Venezuela se ha convertido en toda una aventura. En una especie de secreto a voces, reconocible por todos sus ciudadanos. Y así tengas cómo costear una clínica privada, o debas acudir al sistema de salud público, la mayoría de los recién nacidos no escapa de aquella entrañable observación: “todos vienen con una arepa bajo el brazo”.

Todos, en algún momento, pecamos de ingenuos. Un cliché tan inherente en el ser humano que mencionarlo a estas alturas del juego es un lugar común. Sin embargo, como la vida no carece de falsos atajos, siempre consideramos que las reglas no se aplican para nosotros. Y buscamos la manera de bordear los obstáculos para conseguir lo mejor a bajo costo.

Los venezolanos llamamos a esto: “viveza criolla”.

Una viveza que queda sin efecto cuando las situaciones de vida y muerte nos atañen. En esos segundos dónde conocemos la verdadera materia de lo que estamos hechos. Por ejemplo, el pasado tres de diciembre, bajo la rutina que trae el amanecer entre agradecer a cualquier deidad porqué hay harina de maíz en la despensa para hacer las arepas del desayuno, y revisar que el corazón sigue latiendo con la fuerza suficiente para sobrevivir a una economía casi apocalíptica, mi hijo decidió que era momento de nacer.

Como su padre no es familiar de ningún amo del valle -familias que bordean lo mítico, y que crearon el accionar comercial y social de la Caracas colonial-, y tampoco pertenece a esas nuevas castas oficiales que se jactaron alguna vez de su lucha por los pobres y ahora viven a punta de dólares; su nacimiento estaba pautado para una semana después en un hospital público. Rezándole a todos los santos que conocemos para que todo saliera bien.

Una oración que pedía el milagro de un nacimiento sin inconvenientes en un país donde la escasez de medicamentos, según la Federación Médica Nacional, bordea el 75% y el índice de mortalidad neonatal en los centros de salud públicos retrocedió 65 años acorde a los datos proporcionados en la memoria y cuenta de 2015 del Ministerio de Salud.

Sí, Rafael nacería en la Clínica Popular de Catia por cesárea. Todo estaba planeado, los contactos hechos y la lista que te dan en la recepción con todos los insumos que debe comprar la madre para someterse al procedimiento comprada.

Pero, como los hijos no avisan, por lo general, de sus decisiones (lección que aprendí desde el primer momento en que su madre me dijo que tenía contracciones), tocó salir corriendo a una clínica privada para que la atendieran al momento y sin mayores retrasos.

Tradicionalmente, la salud venezolana se divide en escalas de economía. Es una ecuación sencilla: si usted tiene dinero para pagar un buen seguro, o si tiene el presupuesto necesario en sus cuentas bancarias para pagar sin problemas los servicios privados de una clínica, pues bienvenido sea al mundo de las maravillas. Donde las atenciones sacan el pecho a punta de los sonidos que hace la caja registradora en admisión. También, está la opción de partirse el lomo trabajando, y medianamente obtener algunos beneficios en la atención. Eso sí, a punta de bolívares, ya sea del viejo, del nuevo o del devaluado.

José Gregorio Hernández debe estar insomne en su sepulcro.

De lo contrario, parará con su dolencia, y sus huesos, en un hospital público. Donde hay ejemplos como el J.M de Los Ríos, hospital de niños donde la comida para los recién nacidos -fórmulas, básicamente- muchas veces debe ser donada por particulares porque la directiva no tiene. O la Maternidad Concepción Palacios en Caracas, donde a mediados de los años sesenta se logró profesionalizar el parto en un país que antes veía nacer a sus ciudadanos en sus casas bajo las atenciones de comadronas.

Y como el nacer es lo que corresponde a este artículo -el primero y último de opinión que haré-, la madre de Rafael terminó en una clínica ubicada por Santa Mónica. Porqué un sábado, ir a un hospital es encontrar que no hay anestesiólogos, no hay camas, no hay quirófanos, no hay gasas, no hay alcohol y alégrese si de casualidad, hay especialistas. Descripciones que no se alejan de los recintos donde un parto natural ronda entre 800 mil y un millón de bolívares, y la cesárea va entre el millón y millón 300 mil. Porque al final, esta crisis nos pega a todos, y las clínicas también sufren.

Pregúntese: ¿cuánto frustra tener el dinero para pagar una atención de calidad, y recibir lo contrario? Como dice el viejo e incomprensible argot popular: es cómo tener a la mamá pero muerta.

Este es el caso. Porqué echando números, haciendo llamadas inesperadas -y desesperadas-. Se logró que el pequeño pudiera nacer en esa clínica. En ese edificio donde algunas de las lámparas de la emergencia se están cayendo, donde los cubículos de atención para las parturientas parecen nichos de guerra -con unos biombos que vieron mejores épocas-. Donde la humanidad se mide por lo rápido que pueda pasar tu tarjeta de crédito o débito por el punto de venta. Y la comida que le sirven a los pacientes consta de una arepa desabrida con una lonja de queso blanco para el desayuno, acompañado de un jugo indescriptible. Y para el almuerzo, una mezcolanza que parece ser arroz con pollo con la crema de auyama que procura atraer y no ser olvidada en el plato. ¿Y la cena? Pues usted verá que come, porqué la cocina cierra a las seis de la noche.

Sí, pagar para que la atención sea igual o peor a la de un hospital público. Esa es la patria que tenemos.

Añadiendo el punto que los médicos tienen sus “ingresos extra”, y te abordan mientras el niño aún está cubierto por esa masa gelatinosa que lo protegió durante 38 semanas. “Oye, por ocho mil bolívares en efectivo le pongo la vacuna de la hepatitis B. Aprovecha, porque no se consiguen. Y si quieres la BCG, se la pongo por 20 mil bolívares”. ¡Oh sí! Los placeres de la paternidad acompañados por la circunstancia de que el niño necesitará de al menos cinco vacunas importantes en los próximos dos años, y que alguna de ellas, como la de la Lechina, no se consiguen. Hay que traerlas de Colombia o México, y algunas clínicas privadas las colocan por cien mil bolívares.

Colocamos la felicidad en pausa, sólo por un momento. Sí, es el primer hijo. Sí, gracias a Dios nació sano. Y sí, menos mal que se parece a la mamá. Pero el síntoma del reportero es observar sus alrededores. Y cuando toca bajar hasta la mal ventilada y burocrática oficina del registro civil en la clínica, para comprobar que el muchacho es tuyo, cuesta no compartir con los demás padres. Una improvisada cofradía donde todos compartimos nuestra lucha. Ahí tienes el caso de la muchacha que se complicó por una preeclampsia y tuvo que ser trasladada a la Maternidad Concepción Palacios porque la clínica no tiene los equipos para atenderla. O la joven que luego de una cesárea, tuvo un exceso de sangrado y su mamá tuvo que salir corriendo a conseguirle unos medicamentos que en la clínica no tienen. Sí, las historias de pasillo sostenidas por una sencilla hoja de papel cebolla donde se marcan las manos y los pies del recién nacido. “Vaya con esto a la jefatura y podrá obtener la partida de nacimiento”, dice la oficinista mientras llama al siguiente papá. Todos nos tardamos un poco en asistir al llamado porque echar cuentos es delicioso.

Y así, como cualquier niño, éste vino con su arepa bajo el brazo. Llegó a una nación donde el diálogo entre las fracciones políticas más importantes está en pausa hasta enero. Ustedes saben, porque la navidad llegó vía decreto presidencial y eso “hay que respetarlo”. Donde los billetes ahora tienen denominaciones que meten miedo, y existen funcionarios que llegan a las tiendas y almacenes ordenando a viva voz: “¡me bajas los precios ya! El presidente ordenó que nada, ni nadie, impedirá que estas navidades sean felices”.

Su madre lo parió como una macha, y ahora, le toca a él forjarse su opinión de este rincón del planeta llamado Venezuela.

FUENTE: EL ESTIMULO

FECHA: 08 DE DICIEMBRE DE 2016

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