El modelo de expropiaciones de empresas y fincas productivas, junto a las importaciones masivas de alimentos ya procesados sencillamente no volverá. No hay dólares para sostener tal modelo. De esto hablan los políticos. Y no se ven soluciones inmediatas en el corto plazo, incluso si ocurriera un cambio político de envergadura. Los venezolanos hablan de qué van a comer cada día.
Crecí en un barrio popular. Entre los años 70 y 80, siendo niño y adolescente, vi muchas escenas de necesidad en el barrio. Sin embargo nunca presencié lo que el chavismo convirtió en leyenda urbana. La gente en los barrios de mi niñez y adolescencia no comían perrarina. Ésta además nunca fue barata, ni siquiera los perros en los barrios comían perrarina entonces, sencillamente se le daban lo que sobraba de las comidas.
Pongo de relieve el lugar en el que crecí porque con harta frecuencia a quienes criticamos al chavismo se nos acusa de oligarcas. En el barrio en el que transcurrió mi infancia y adolescencia mucha gente no podía hacer las tres comidas o comían sólo pasta con margarina, así se resolvían los más pobres.
Mi mamá en no pocas ocasiones le brindó algo de comida a personas más pobres que nosotros que pasaban y tocaban la puerta. Eso era algo habitual.
En aquellos años, sin embargo, nunca vi directamente a alguien sacando las sobras de comida de la basura para luego comérselas, como es común ahora. Tampoco vi, en aquel tiempo, a amigos y compañeros bajando rápidamente de peso, sin haberse puesto voluntariamente a dieta, como ocurre ahora con harta frecuencia.
Las crisis, por lo general, se suelen ir incubando. Van enviando señales y luego muestran su faceta. La crisis del hambre que se padece en Venezuela la resumo en tres testimonios. En la primera mitad de 2016 las cifras ya eran señales claras que la crisis económica terminaría reventando una crisis social sin precedentes en Venezuela.
A mitad del año, en plena temporada de mangos, una señora dese Guasdualito (estado Apure) me envió un mensaje de texto al programa de radio. En aquellos días, contaba la señora, sólo le daba una comida a sus dos hijos, el almuerzo. En la mañana y en la noche, para sustituir el desayuno y la cena, los niños comían mangos. La señora, quien no me volvió a contactar, se preguntaba con desesperación, ¿y qué van a comer mis hijos cuando se acaben los mangos?
La otra historia me la contó el jesuita Alfredo Infante. En un colegio de Fe y Alegría en La Vega, un adolescente cae desmayado en pleno recreo escolar. Lo atienden maestras. El joven reacciona tras tomarse un vaso de agua con azúcar. Confiesa que no come desde el día anterior, que en su casa no hay comida. Una de las maestras, en muestra de solidaridad, va a la cantina de la escuela y le compra algo al muchacho, éste en lugar de comerse esa merienda se la guarda en el bolsillo. Es para mi hermanito que tampoco ha comido, dice atribulado a las maestras que lo auxilian.
La tercera es más una imagen. Paso cerca de las 10 de la noche de regreso a mi casa. En el edificio de al lado ya sacaron las bolsas de basura. Unos cinco ó seis niños, guiados por un adulto, van escarbando en cada bolsa negra –la noche es además más oscura por la poca luz en la calle-. A tientas van sacando algún resto de comida de las bolsas de basura, sin dar tiempo a ver exactamente qué es, se llevan directamente a sus bocas lo que han sacado del basurero.
Hambre es la palabra que como sociedad nos define en este 2016. Y una sociedad orientada a resolver necesidades básicas difícilmente pueda dedicarse a otra cosa, incluso al necesario cambio político para que con éste se produzcan cambios en el modelo económico.
FUENTE: EL ESTIMULO
23 DE DICIEMBRE DE 2016