El precio de todo cualquier bien o activo se determina por la interacción de su oferta y de su demanda, pero ¿cuál es la relación específica entre oferta monetaria e inflación?
“Un Estado soberano que cree su propia moneda jamás puede quebrar”, nos repiten incesantemente los economistas adscritos a la Teoría Monetaria Moderna (TMM). Si el gobierno estadounidense adeudara un zillón de dólares, entonces bastaría con que la Fed imprimiera (física o electrónicamente) semejante cantidad de nuevo dinero para hacer frente a sus pasivos. Problema resuelto. ¿Para qué preocuparnos, en tal caso, por el sobreendeudamiento público teniendo a mano la imprenta? ¿No nos estaremos colocando irracionalmente una camisa de fuerza que nos imposibilita aprovechar todo nuestro potencial financiero?
La realidad, claro, no es tan simple como a los partidarios de la TMM les encanta vulgarizar. Evidentemente, si la deuda de un Estado está denominada en una divisa que ese Estado puede imprimir a placer, por definición siempre le será posible evitar el impago en términos nominales. Ahora bien, lo que el gobierno en ningún caso puede evitar es que se produzca un impago en términos reales, es decir, que sus acreedores cobren en una divisa cuyo valor sea muy inferior a aquel que originalmente le prestaron. Esa es justo la trampa de la TMM: enmascarar una bancarrota real de exquisita solvencia nominal.
Claro que uno siempre podría argumentar que, en materia deuda, los gobiernos únicamente se comprometen a pagar en términos nominales, no en términos reales: por tanto, aun cuando amorticen sus pasivos derrumbando el valor de sus divisas, nada podría reprochárseles. “Si los inversores en deuda pública quieren algo distinto a una promesa nominal, que no compren deuda pública”. Y, en efecto, eso es lo que hacen: cuando los inversores desconfían del valor de la divisa en la que va a amortizarse la deuda pública… dejan de comprar esa deuda pública a menos que el gobierno les ofrezca tipos de interés nominales astronómicos (lo suficientemente astronómicos como para compensar el riesgo de inflación futuro). Y si el gobierno sigue amenazando con amortizar esos intereses astronómicos imprimiendo todavía más moneda, entones simplemente dejan de comprar sus bonos por entero: o, mejor dicho, dejan de comprar aquellos bonos denominados en una divisa que ese irresponsable gobierno pueda manipular a su antojo.
Ese ha sido precisamente el caso de Venezuela: el país está viviendo internamente una hiperinflación galopante fruto, en gran medida, del estallido de su oferta monetaria (el número de bolívares creados por su banco central ha pasado de 382.515 millones de bolívares fuertes a finales de 2012 a 40,6 billones de bolívares fuertes a mediados de 2017: esto es, se ha multiplicado por más de 100), pero a la vez su Estado acaba de declararse insolvente para hacer frente a su enorme volumen deuda exterior denominada en dólares. Desde 1999, la deuda pública exterior venezolana ha aumentado desde los 26.000 millones de dólares a los 100.000 millones (y ello sin contar los préstamos bilaterales que mantiene con Rusia y China, los cuales ascienden a otros 50.000 millones de dólares). ¿Cómo es posible que un Estado tan soberano y tan antiimperialista como el venezolano haya emitido deuda en dólares y no en bolívares? ¿Cómo ha podido cometer durante tantos años un error tan elemental? ¿Es que acaso ha decidido renunciar a su envidiable soberanía monetaria para someterse al opresivo yugo del billete verde?
No, si Chávez primero y Maduro después multiplicaron la deuda pública venezolana denominada en dólares no fue por gusto, sino por necesidad: la credibilidad de su divisa era —y es— tan misérrima que ningún inversor está dispuesto a comprar bonos denominados en bolívares (o a suministrarle bienes al gobierno venezolano a cambio de derechos de cobro en bolívares). Por consiguiente, si el chavismo quería importar bienes y servicios del extranjero por encima de los que podía pagar con sus reservas de dólares no le quedaba otro remedio que endeudarse en dólares. Los bolívares son divisa non grata fuera de Venezuela (a diferencia de lo que sucede con el dólar, el euro, la libra, el franco suizo o el yen fuera de sus países de origen) y lo son porque a lo largo de las últimas décadas el gobierno venezolano los ha administrado deliberadamente mal para lograr financiarse internamente por la vía inflacionaria. En este sentido, no es casualidad que todos los países con divisas fuertes cuenten con bancos centrales (más o menos) independientes de los caprichos presupuestarios de sus gobernantes: semejante independencia les sirve para señalizar ante la comunidad inversora que no van a poder abusar de la inflacionaria multiplicación de moneda para sufragar sus déficits fiscales.
La lección que los chamanes de la Teoría Monetaria Moderna deberían aprender es que un Estado soberano que abuse de la creación indiscriminada de moneda para subsanar su insolvencia pronto dejará de ser soberano desde un punto de vista monetario: si ese Estado desea endeudarse internacionalmente y su divisa ha caído en el descrédito global, entonces no le quedará otro remedio que endeudarse en moneda extranjera, esto es, en una moneda que no sea capaz de manipular por hallarse fuera de su control. Y, como acaba de demostrarnos la socialista Venezuela, un Estado que, debido a su adicción a la manipulación monetaria, se ha tenido que endeudar en divisa extranjera… sí puede quebrar. No se puede engañar a todo el mundo durante todo el tiempo.
Publicado por: La Patilla
Fecha: 06/11/2017