Las últimas cinco décadas de creación artística en la ciudad ha estado marcadas por dos episodios: el auge (años setenta a noventa) y la desaparición sistemática de la institucionalidad, puesta al servicio de la propaganda política (nuevo siglo). Directores, promotores culturales, investigadores y críticos analizan una ciudad que fue parada obligada para el arte universal y que luego se convirtió en el muelle desde el que se han ido despidiendo sus representantes

Este será un aniversario triste para la ciudad. Hay poco que celebrar, aunque no por ello debe dejar de hacerse. Y es que el deterioro de Caracas (y del país) no ha sido únicamente en los ámbitos económico, político y social. La cultura, plataforma fundamental para forjar ciudadanía, identidad y civismo, ha visto cómo a lo largo de las décadas sus miembros se han desprendido o han quedado subutilizados.

Sin embargo, ante este panorama de oscurantismo desde lo oficial, en resistencia y con esfuerzo titánico los creadores y organizaciones privadas se han encargado de que el arte no muera. Se niegan a verlo morir.

Al hablar de cultura, la periodista e investigadora María Elena Ramos pide hacer una clara diferencia entre los períodos: una etapa establecida desde los años setenta hasta finales del siglo XX y la que va del nuevo milenio.

“Hay que decir que los últimos 30 años del siglo anterior vieron un crecimiento progresivo y vivaz de la institucionalidad cultural. Entonces nacieron las orquestas infantiles y juveniles, el Museo de Arte Contemporáneo, la Galería de Arte Nacional. Ya desde los años setenta el Estado democrático había propiciado la creación de entes rectores de la cultura como fueron primero el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), luego el Consejo Nacional de la Cultura (Conac), que serían una base especial en Caracas. También en esos tiempos nace la editorial Monte Ávila, la Cinemateca Nacional, Fundarte. Y se fortalecen y consolidan organizaciones que ya tenían larga data, como el Museo de Bellas Artes o el Ateneo de Caracas, que participaron en esa modernización cultural del país con nuevo ímpetu”, afirma.

De acuerdo con Ramos estas experiencias hicieron de Venezuela un hervidero cultural, observado y admirado por otros países, que dio base a tres aspectos imprescindibles: la cultura productiva, esa que hacían los creadores, formados y estimulados; la cultura reflexiva, con el desarrollo del trabajo intelectual esencial para el país; y la cultura discursiva, que hizo llegar a muchos públicos esa acciones de creadores, pensadores y activistas culturales.

Los espectadores, entonces, se multiplicaron: los que asistían a los museos y bibliotecas públicas, los que se volvieron amantes del teatro y de la música clásica, los que participaban en eventos de calle o convivían con obras escultóricas de los grandes maestros.

“Un logro principalísimo fue el estimular a los públicos de distintas generaciones y diversas clases sociales hacia una progresiva sensibilización humanista y hacia una ampliación de sus conocimientos. Con los años creció en las distintas audiencias la capacidad de discernimiento, de exigencia de calidad y de rigor”.

Sin embargo, todo este crecimiento comienza a detenerse y deformarse con la llegada del siglo XXI y el tiempo del chavismo “como régimen que se quisiera eterno”.

“Se ha visto un lamentable desmontaje de muchos de los logros alcanzados en el tiempo democrático, destruyéndose o fragilizándose valiosos proyectos, o forzándose a las organizaciones culturales a la simple sobrevivencia. De modo más general, las instituciones culturales del Estado se han convertido en entes propagandísticos de un gobierno cuyo objetivo es permanecer”.

La investigadora señala que en la Venezuela polarizada la mayoría de las acciones artísticas están marcadas por lo político: “En contra de la actual política, a pesar de esa política, con temor a las agresiones desde la esfera política o participando de modo propagandístico en la política del régimen”.

Aunque, añade, no todo ha caído en destrucción. Paralelamente ha surgido, fuera de la institucionalidad oficial, una cultura fortalecida desde el empeño privado.

“Una cultura que ha crecido en el trabajo de nuestros creadores, en centros de arte y galerías privadas, en editoriales, salas de teatro, universidades, organizaciones artísticas de lenguajes muy diversos o proyectos basados en la tecnología digital de los nuevos tiempos. Son experiencias generadas desde el entusiasmo creador de la gente de la cultura, a lo que se agrega una nueva y múltiple capacidad de emprendimiento”.

El libro ha dejado de ser prioridad

“El pasado vale mucho y cuando nos toque reconstruir el país vamos a encontrar huellas muy importantes, sistemas y modos de trabajo que funcionaron. Ese aprendizaje no se pierde. Afortunadamente existe memoria y la podemos activar”. En ello confía Antonio López Ortega.

El ensayista y promotor cultural recuerda cómo en la ciudad editoriales, bibliotecas e instituciones académicas fueron custodios e impulsores del pensamiento iberoamericano durante más de tres décadas.

“Si uno revisa el catálogo de Monte Ávila en sus primeros años, era fácil encontrar autores expulsados de España, los del exilio chileno, argentino y uruguayo. Eso en Venezuela jugó un papel de mucha vanguardia”, afirma.

La ley del libro, concretada en los años ochenta, forja base para la actividad editorial privada, las ferias del libro que facilitaron el acceso a textos y la creación de premios literarios: “Comenzó a valorar la lectura como un hecho social. Era importante leer. El crecimiento de la Biblioteca Nacional fue también fundamental, sobre todo durante el período de Virginia Betancourt. Llegamos a tener 70 u 80 sedes en la ciudad y unas 500 en todo el país”.

Desde lo público y también con un gran aporte del esfuerzo del sector privado, en la ciudad se editaron libros de artes visuales, arquitectura, antropología, artesanía, cerámica. Editoriales y sellos internacionales estuvieron presentes, se potenciaron las políticas de distribución. “Todos los grandes distribuidores de libros hispánicos estaban en el país. Y editoriales de corte político e histórico jugaron un papel muy importante en ese universo del libro”.

Pero el balance actual deja las cifras en rojo: “La Biblioteca Nacional ha perdido el rumbo, el empuje. Es una organización que cambió de naturaleza, se desdibujó su perfil. Editoriales públicas como Monte Ávila y Biblioteca Ayacucho tan tenido una torcedura en el catálogo, dejaron de ser amplias y diversas para concentrarse en una línea doctrinaria y publicar determinados temas y autores. La ley del libro no se aplica desde hace mucho tiempo; se desconoce. La importación de libros no forma parte de ningún tipo de prioridad y en lo que se refiere a las bibliotecas y librerías, estamos totalmente desfasados. Si comparas una librería en Caracas y otra en Bogotá quedamos muy mal parados. Hemos perdido el acceso a muchas cosas”.

Aunque en medio de la oscuridad, López Ortega rescata el papel que han jugado las universidades y sus sellos editoriales: la Universidad Central de Venezuela, la de Carabobo, la del Zulia y la de Oriente.

El teatro se hace en resistencia

Desde las artes escénicas, la ciudad también ha cambiado. El actor y director teatral Héctor Manrique señala cómo entre las décadas de los años setenta y noventa las artes vivieron su esplendor.

La aparición de festivales internacionales, la consolidación de grupos de teatro, la conexión de la dramaturgia con la realidad nacional y la diversificación de compañías por el territorio nacional dieron a la disciplina una base para el desarrollo de creadores y espectadores que consumieron cultura.

“Con mucha lucha y esfuerzo se logró que las instituciones tuviesen subsidio: unas 500 instituciones tenían apoyo. En Caracas se contabilizaban más de 40 salas de teatro. Apareció la figura de las agrupaciones que no solo producían obras sino que daban clases. Un gran ejemplo la Compañía Nacional de Teatro”.

La tristeza vivida en la última década ha estado marcada, afirma Manrique, por la desaparición de la infraestructura y los circuitos teatrales. A pesar de que se han restaurado teatros importantes del centro de la ciudad, como el Municipal, el Nacional y el Principal, “no se usan”.

Entonces, nuevamente, el esfuerzo privado ha mantenido a flote la programación. “El teatro se hace en resistencia. Hay cosas interesantes, focos. Salas de teatro que programan y espectáculos extraordinarios. La gente sigue trabajando. Es algo que me llena de esperanza dentro de lo que vivimos”.

Golpes a las puertas del cine

El crítico Pablo Gamba comienza a hablar asegurando que el episodio más importante en cuanto a la historia del cine nacional es el espectáculo Imagen de Caracas que comandara Jacobo Borges por los 400 años de la ciudad.

Se trató de un proyecto visual innovador en el que participaron cineastas, fotógrafos, escritores, músicos y arquitectos; y que se desarrolló en una estructura de 27 metros de alto construida en la calle El Conde, en la parroquia San Agustín.

“Otro hito fue el estreno de la película Cuando quiero llorar no lloro de Mauricio Walerstein y basada en la novela de Miguel Otero Silva. Ello dio configuraría al nuevo cine venezolano: un espectáculo de calidad y a la vez taquillero”.

Asegura que el movimiento cobró impulsó a mediados de los años setenta con el apoyo del gobierno de Carlos Andrés Pérez y la aprobación de créditos para realizar películas en el país. Fue una acción que cesó luego y reapareció con la creación en los años ochenta de Foncine, una sociedad mixta.

“Durante el gobierno de Jaime Lusinchi hubo crisis pues no era proclive a los proyectos autónomos. Luego con el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez y las políticas económicas cesa el aporte privado voluntario y se convirtió en un cascarón vacío. Hasta que en 1993 se aprueba la primera Ley de Cine y entra en vigencia con el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC). Luego se crea Fonprocine, cuyos recursos saldrán de la empresa privada y contribución no solo de exhibidores sino de todos los sectores vinculados al cine”, dice.

Añade que se presenta un resurgimiento importante de la producción entre 2007 y 2015. “Entonces los records de películas vistas van acompañados de logros internacionales: el cine venezolano se destaca en festivales de alta categoría, algo que había sido una debilidad de la cinematografía local, pues solo se contaba con el galardón de Fina Torres por Oriana en Cannes”.

Enumera así a Pelo malo de Mariana Rondón y su Concha de Oro en San Sebastián, Desde allá de Lorenzo Vigas logró el León de Oro en la 72 edición de la Mostra de Venecia: “Se viven aspectos renovadores en la concepción del cine de bajo presupuesto; la temática tradicional como la delincuencia urbana se renueva en filmes como La familia, hay nuevas maneras de concebir la actuación, de entender el cine como exploración de la realidad, como ocurre en La soledad”.

Pero muchas de estas películas galardonadas y reconocidas en el exterior, como El Amparo que ganó el Premio Martín Luther King del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano y el premio del público en el Festival de Biarritz, no se han podido exhibir en salas nacionales.

La crisis de energía eléctrica que obligó a reducir los horarios de las funciones, suspendió también muchos estrenos. Aunado a ello, distribuidoras internacionales han suspendido la proyección de largometrajes en el país por motivos económicos, como fue el caso de Logan, Trainspotting 2 y Boss Baby.

“Además el público ha desaparecido. En 2016 hubo una caída de 60% de espectadores. Los índices de inseguridad y el alto costo de las entradas han contribuido a estas cifras”.

La música que ya no es hecha acá

Félix Allueva denomina la etapa musical actual como el “V Rock en el exilio”. Los músicos se han ido, la cultura musical cruzó la frontera y se estabilizó del otro lado de la línea, en todos sus géneros y manifestaciones.

“Desde 2014 viene el golpe fatal a la crisis cultural que nos ha desmembrado. Habíamos tenido un avance desde finales de los años setenta que luego perdimos. Se nos fueron los músicos, los locales nocturnos desaparecieron, no hay instrumentos, la radio no reproduce la nueva música. Retrocedimos como 30 años”, señala.

Pero antes de esta etapa oscura, hubo brillo. Así lo recuerda el crítico y promotor cultural, que indaga principalmente del género pop rock.

Estas melodías habían comenzado a sonar en Caracas comenzando los años sesenta. Llegó fundamentalmente a través de las películas y algunos disc jockeys que hacían sonar ritmos como el rock n’ roll, el twist y el surf. Muchos artistas locales comenzaron a copiar esa fórmula.

Hacia el final de la década, el movimiento hippie y la psicodelia, la tendencia se modifica. En Caracas tuvieron lugar las llamadas experiencias psicotomiméticas, que eran espectáculos en los que se fusionaba con orquesta, efectos sonoros y luces que convertían el evento en una suerte de happening.

Comenzando los años setenta se realizó el primer gran festival de rock, que tuvo lugar en el Parque del Este. Se comenzó a mirar hacia adentro. Con referencias como Vytas Brenner y Gerry Weil, el rock comenzó a sonar con arpa, cuatro, tambores de la costa, guasa, joropo y merengue caraqueños.

“Vendrían luego momentos complicados. Una renovación del folklore en la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez con esa apuesta al desarrollo del sentido nacionalista. El rock casi desaparece”.

Pero finalizando la década, y desde Valencia, Arkangel, encabezada por Paul Gillman, inició el rescate del heavy metal. “Hay otra renovación y se impone el rock pesado clásico de principios de los ochenta”, continúa Allueva.

Con los años noventa los festivales tomaron la ciudad; se otorgaban premios a los artistas y se configuró una estructura que duró diez años: se editaban discos, libros de investigación, memorabilia, agrupaciones, espacios para presentarse.

El nuevo siglo, el Internet y la formación trajeron lo que Allueva cataloga el V Rock, con bandas como Viniloversus, La Vida Boheme, Okills, Los Mesoneros… “Mucha actualidad informativa, redes, buenos compositores. Se logró un mercado de tribus urbanas que consumían el producto y una de esas bandas podía movilizar hasta 5 mil personas en un show”.

Esa pequeña industria que se había forjado y que tras la crisis económica, social y política que comenzó a golpear a partir de 2012 se ha ido perdiendo hasta llegar prácticamente a su inexistencia en la actualidad.

Fuente: El Estìmulo

Fecha: 25 de julio de 2017

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