Zugeimar Armas pasa por la avenida Francisco de Miranda, en Caracas, cada vez que puede. No se cohíbe por la velocidad de los carros o la fatalidad que recorre la vía. Fotos y mensajes recubren un recodo de la pared derecha. Más arriba, una placa verde de letras blancas del Consejo Municipal de Chacao reza “Túnel Neomar Lander – Libertador”. La cera de vela pule la calzada del lugar. Allí, deja flores frescas y recoge las mustias. Limpia ese, su pequeño santuario. Responde a los saludos de quien la reconoce.

Un pequeño altar se alza en honor a Neomar Lander, su hijo, donde cayó, a pocos metros de la avenida Libertador. Videos aficionados captaron el momento en que se desplomó ese siete de junio de 2017, de frente, contra al asfalto. Segundos antes, un piquete de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) disparó bombas lacrimógenas y un fuego artificial iluminó el cielo. El gas nubló a la Parca que se llevó a Neomar. Su cuerpo mortal, el carnal, el que no se puede desvanecer, tenía un boquete en el tórax, el pulmón al aire y una herida en la tráquea. El muchacho entró sin signos vitales a la Clínica El Ávila.

Zugeimar se niega a ver cualquier grabación del hecho. No las resiste con el mismo templo con el que transita la avenida de marras. También evita leer declaraciones como la de Néstor Reverol, ministro de Interior, Justicia y Paz, quien aseguró que Neomar había muerto cuando un mortero casero lo destrozó. Mucho menos escuchar noticias transmitidas por Venezolana de Televisión (VTV) en las que mal pongan a su hijo. “Es una irresponsabilidad haber dicho eso. Como me lo explicó la Fiscalía, es una muerte que lleva muchos procedimientos. Ni muriendo el Presidente se puede dar así como así el resultado. Pero el gobierno hace y dice todo a su manera”.

Luto interrumpido

Zugeimar sabe “teóricamente” lo que sucedió. No ver a Neomar en su casa en Guarenas se lo recuerda todas las mañanas desde que falleció. Justo cuando rompe el alba y su celular no ha comenzado a sonar. “Ahí es donde pega, donde es fuerte el no tenerlo”, dice visiblemente afligida. Entonces escapa de su realidad y sale de Guarenas, donde está residenciada con su esposo Neomar y su hija Paola de 12 años. Se reúne con miembros de la Fiscalía, da entrevistas a la prensa, hace acto de presencia en las marchas convocadas o no por la Mesa de la Unidad Democrática (MUD). Prefiere estar ocupada. “Es hasta injusto abandonar la protesta. No tanto para Venezuela, sino para mí misma y para mi hijo. Si él dejó su vida en las calles, cómo voy a estar en mi casa”.

Los padres se dejan llevar por estos momentos de reconocimiento mediático, obtenido por el luto y el llanto. Zugeimar, asumida en su papel de entrevistada, poco deja ver de su maternidad fracturada, no rezuma su sufrimiento, no corren las lágrimas en público. Ella, de talante de hierro, como la carcaza del explosivo que mató a su primogénito, no da indicios de su vida privada ni la de la educación sentimental que la formaría.

Antes de su luto, Zugeimar junto a un grupo de compadres, primos y amigos se sumaba a las concentraciones anunciadas por la MUD. Incluso, se le vio junto a su hijo. Solo la inminencia de las bombas y perdigones la dejaban en segundo plano. Nunca pudo acostumbrarse a las lacrimógenas a diferencia de su hijo. Inhalarlas tan seguido a través de su máscara antigases lo volvieron casi inmune.“No entiendo por qué se lo tomó tan a pecho. Nunca votó. Nunca se habló de política en la casa, porque no pertenecemos a ningún partido. Simplemente era la situación socioeconómica que estamos pasando ahorita en el país”. El joven de 17 años se enfrentaba cuerpo a cuerpo con la seguridad del Estado sin mayor identificación que sus ojos descubiertos.

Aún marcha en familia, con su gorra tricolor, como solía hacerlo cuando su retoño vivía. La acompaña Paola, con la misma disposición y los mismos rasgos que su madre… los de Neomar. En marcha —y la concurrencia la reconoce—, recibe rosarios y estampitas. Acumula decenas de ambos. También la prodigan de abrazos y bendiciones, ella sumisa y en complacencia los valora. Y cuando la masa avanza, la cuidan, le abren paso, le recomiendan que no vaya al frente. “Me tienen sobreprotegida. Es horrible, me siento como una diputada”, suelta entre risas.

Saber que todavía hay personas que lo lloran le impresiona. Todavía no lo asimila. Tampoco el hecho de que la mirada de Neomar se haya convertido en un símbolo de la protesta en contra del gobierno de Nicolás Maduro. Ella la lleva en franelas y en su mente, indelebles. Menos que lo tilden de estar a la par de Simón Bolívar, padre de la República. “¿Qué me iba a imaginar yo que mi hijo acabó como acabó e iba a traer todo esto? Le dicen ‘libertador’. ¿Cómo yo me voy a sentir madre de un ‘libertador’? Son cosas que no entiendo”.

El día de la desgracia

 

—Mami, bendición —le pidió Neomar en la plaza Francia de Altamira, entre la multitud, el 7 de junio.

—Dios te bendiga. Dios los bendiga a todos —respondió Zugeimar, a él y a los más de 10 muchachos con las caras cubiertas que lo acompañaban.

Esa fue la última conversación que tuvieron. La marcha arrancó desde aquel punto de concentración en el este de Caracas y llegó hasta Chacaíto, donde la represión le cortó el paso. La vorágine empujó a Zugeimar a Las Mercedes. Allí se resguardaría de la arremetida que tomaba su curso hacia El Rosal. Se sabía en desventaja con sus 35 años. Era de las que ofrecía agua a los deshidratados y Maalox a los afectados por los gases. También buscaba motorizados que se prestaran para trasladar a los lesionados más graves de la represión hasta un centro de salud aledaño. De repente, volteó. Vio a Neomar caminando por la avenida José Lazo Marti, vía Chacaíto. No lo vería andar nunca más.

Se quedó sentada tras una barricada alrededor de una hora. Una molestia le invadió el estómago. Lo asumió como una necesidad fisiológica que le incomodaba la vejiga. La saciaría luego. Nunca lo percibió como un presentimiento. Entre las 3:30 y 4:00 de la tarde, su compadre la azuzó para comerse un perro caliente. En el trayecto, sacó su celular y le repicó a su hijo mayor. No atendió. Lo llamó una segunda vez. Nada. “Ya le debía haber pasado lo que le pasó”, elucubra.

Vía el puente de Las Mercedes, vio a su compadre sentado en un banquito, llorando. “Me veía la cara y me decía Neomar, Neomar. Pero yo no entendía. Ahí me dijo que le habían pegado una bomba”. Minutos después, su sobrina le corroboró por teléfono que un proyectil de lacrimógena había impactado su pecho. Cuando llegó a la Clínica El Ávila se encontró con la doctora que atendió el caso de su hijo. “En lo que me vio, me abrazó llorando. Que no podía hacer nada porque había llegado sin signos vitales”.

Sin descanso

La pantalla de su celular se ilumina. Le suena, vibra. Trata de ocultarlo en su regazo para no perder la concentración durante la entrevista. Las llamadas y mensajes son cada vez más frecuentes después de la ida de Neomar. También la rabia que le genera un uniforme policial o militar. Se cuestiona la forma en que embisten contra los manifestantes, su psicología, su ética. La lucha desigual entre armas de fuego y armas caseras. “Quisiera tener magia en mí. Es mucha impotencia. Yo no sé qué haga el día en que se me presente un funcionario en frente. Digo que quisiera meterle un solo golpe con la mano cerrada. Qué sé yo”. Sí sabe que perdió el respeto que alguna vez le tuvo a las Fuerzas Armadas. “No se lo merecen”, zanja.

Aún no tiene la certeza de qué objeto o explosivo acabó con la vida descendencia. La Fiscalía tomó la investigación del caso y no ha dado respuesta oficial del deceso. No la necesita. Ella tiene su verdad: “Yo estoy segura de que fue una bomba. Lo que hay es que esperar que lo den oficialmente. Tampoco te voy a decir que él no llegó a manipular ese tipo de explosivos, pero en el momento en que ocurrió el accidente, él no tenía el mortero en la mano”.

La justicia le pica el ojo, pero “eso no va a devolverle la vida a mi hijo, ni a ninguno de los caídos. Hasta que no se resuelva el caso, no puedo entrar en mi rutina. Es otra de las cosas que no me han dejado extrañar a mi hijo”. No encuentra esperanzas de que los responsables caigan bajo el paso de la ley, al menos mientras Maduro esté en la silla presidencial. La impunidad no le quita el sueño. Solo rememorar la rebelión de Neomar contra la autoridad, el arrojo y el atrevimiento que veía en él a diario la mueven a la calle. La fe la acompaña.

Fuente:El Estìmulo

Fecha: 24 de julio de 2017

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