Ocasionalmente la policía colombiana lanza una bomba aturdidora para espantarlos. Pero cientos de venezolanos se las ingenian para franquear los pasos ilegales y las restricciones que ambos países han impuesto para frenar la pandemia, porque, sobre todo, temen morir de hambre.
“El coronavirus es Maduro. Mientras no saquen esa enfermedad de Venezuela nunca se va a acabar esto”, dice a la AFP un joven con tapabocas que trabaja cargando maletas y pidió mantener su identidad en reserva.
Saltan cultivos de arroz, caminan sobre el pantano, trepan cercas, siempre apurando el paso, evadiendo desconocidos y periodistas.
Para contener la expansión del Covid-19, que con las horas multiplica los muertos y los contagios en el mundo, el presidente Iván Duque cerró los siete pasos fronterizos terrestres a lo largo de la porosa frontera de 2.200 kilómetros que comparten Colombia y Venezuela.
Muchos no pueden esperar a que la pandemia mengüe, porque necesitan abastecerse debido al deterioro de la economía venezolana.
En la trocha conocida como “La Pared” los venezolanos pasan sin cesar, apenas protegidos con tapabocas sucios.
“El hambre nos hace quitar el miedo”, dice Jairo Pabón, de 56 años, antes de seguir su camino hacia el municipio colombiano de Villa del Rosario, en busca de alimentos para sus dos nietos.
Pero muchos no pueden esperar a que la pandemia mengüe, porque necesitan abastecerse debido al deterioro de la economía venezolana.
En la trocha conocida como “La Pared” los venezolanos pasan sin cesar, apenas protegidos con tapabocas sucios.
“El hambre nos hace quitar el miedo”, dice Jairo Pabón, de 56 años, antes de seguir su camino hacia el municipio colombiano de Villa del Rosario, en busca de alimentos para sus dos nietos.
– El precio del peligro –
Una barricada separa a un grupo de policías colombianos de decenas de venezolanos.
“No van a pasar por aquí”, les dice una uniformada en uno de los puestos de control.
“¿Y la señora enferma?”, preguntan del otro lado.
“Que pase por el paso humanitario” en el puente Simón Bolívar, responde, donde se habilitó la circulación para casos de fuerza mayor.
Las trochas se cuentan por decenas. Son rutas ilegales sin Dios ni ley, custodiadas por grupos armados o contrabandistas que imponen sus reglas a sangre y fuego.
Según Marianne Menjivar, directora de la ONG Comité Internacional de Rescate para Colombia y Venezuela, “los 35.000 venezolanos que cruzaban todos los días a Colombia (…) ahora solo pueden hacerlo a través de cruces ilegales, que los exponen a violación, agresión sexual y otros tipos de violencia”.
Un reportero de la AFP vio cómo hombres encapuchados organizaron una suerte de peaje con cuerdas de alambre donde piden dinero con dos palabras: “colaboración, colaboración”.
“Uno sabe que por las trochas hay peligro, hay vandalismo, hay todo lo malo, pero no nos queda otro remedio que pasarlas obligatoriamente por la necesidad”, lamenta Guillermo Gómez, que a sus 65 años camina frecuentemente por esos pasos ilegales para comprar medicinas.
– ¿Mal menor? –
La otrora potencia petrolera está inmersa en una severa crisis económica y política agravada por la hiperinflación y el desabastecimiento.
Desde 2015, 4,9 millones de venezolanos han huido de su país, según la ONU, y entre ellos 1,7 están en Colombia.
Pero Caracas y Bogotá rompieron relaciones en febrero de 2019 y desde entonces miles de venezolanos y colombianos que estudian, trabajan o se abastecen en el otro país se han visto afectados por los constantes cierres de fronteras.
María Adelaida Rincón, de 58 años, va hacia Villa del Rosario a recoger un dinero que le envió su hija. Por las restricciones en Colombia, es posible que los locales no estén abiertos.
“Vengo arriesgando la vida, pero qué más, me toca porque tengo dos nietos a cargo mío. Allá en Venezuela hay cuarentena pero ¿qué hacemos con cuarentena y sin comida?”, explica.
Acostumbrados a aventurarse por los pasos ilegales para sobrevivir, la pandemia les parece un mal menor.
“A nosotros los venezolanos no nos está matando el coronavirus, sino el hambre”, asevera Santina Rubio, de 37 años, mientras vende agua en las trochas.
Con informacion de AFP