Los sectores populares se están convirtiendo en la opción más asequible de la vivienda para jóvenes trabajadores y profesionales en Caracas.
José Alejandro, técnico en Informática, de 37 años de edad, y su esposa Andreína, fisioterapeuta, de 28 años, tienen tres meses de casados y están viviendo en casa de los padres de la joven, en la parte baja del barrio Las Minas, en el municipio Baruta. El ingreso promedio mensual de ambos es de casi tres salarios mínimos, y no han encontrado un lugar cercano dónde alquilar. Ella trabaja en un centro médico de la zona. Ocupan el nivel superior de la casa localizada cerca de la parada de autobuses con ruta Baruta-El Silencio.
“Unas ex compañeras de trabajo de mi esposa están ayudándonos a buscar un sitio barato, porque es imposible de otro modo. Todo aquí está muy complicado. Antes yo había alquilado dos habitaciones en un apartamento en La Bonita, en Baruta, para estar más holgado, pero ya ni eso se puede pagar”, dice el joven profesional, que asegura vivir con más tranquilidad en esa zona que en otros sectores populares del área metropolitana de Caracas.
El Laboratorio de Ciencias Sociales actualizó en 2016 una investigación sobre el mercado informal de vivienda en la capital a partir de una encuesta en ocho zonas populares de la ciudad, que fue publicada en 2012. Demostró que vivir en las barriadas o zonas populares se presenta como una solución a la escasez de viviendas en el mercado de alquiler, que ya no ofrece el Estado. Este no otorga estímulos para la construcción privada en esta modalidad que existió por décadas y mantiene un complejo entramado legal que ha dejado sin protección a los derechos de los propietarios.
“La migración a los barrios en Caracas está aumentando porque no hay viviendas para arrendar ni dinero para hacerlo”, afirma el sociólogo Roberto Briceño León, director del Laboratorio, que desde el año 2006 ha puesto la lupa en este tema. Desde entonces ha comprobado que el Estado, con sus controles y políticas sociales, se ha convertido en el principal promotor del mercado informal de alquiler, que proscribe la ley, y que además, los pobres son los que más contribuyen a la creciente demanda de vivienda de alquiler.
Cifras recientes de la Cámara Inmobiliaria lo demuestran: en febrero pasado, de 6% de la oferta de inmuebles de alquiler, 38% correspondía a apartamentos, de los cuales apenas 2,3% están en el área metropolitana de Caracas. Una oferta en descenso si se compara con el año anterior que era de 9%. Los montos de arrendamiento van desde 10.000 bolívares hasta 25.000 bolívares, según la regulación oficial, pero trabajadores o jóvenes profesionales que buscan alquilar —apartamento o anexo en cualquier zona de Caracas— saben que el monto es superior.
Retroceso social
De acuerdo con los resultados del estudio de Lacso, una vivienda popular —un segundo piso o un anexo, en cualquier punto de la ciudad— puede costar hasta 50.000 bolívares. Este monto varía según la cercanía con las redes de transporte público, estaciones de Metro, de acceso a los servicios y patrullaje policial. “En muchos de los barrios, conforme se sube la montaña, baja el precio”, precisa Briceño León. Las personas prefieren las zonas bajas de El Pedregal y La Cruz, de Chacao; las de las barriadas en Baruta; y las de El Calvario, de El Hatillo. Caricuao, en el municipio Libertador, es otro ejemplo. “Ese sector cambió sustancialmente su composición social porque la gente, que ya no podía alquilar en Chacao, fue a vivir para allá. Y el nivel de profesionales en esos sectores aumenta notoriamente, pues no tienen opciones para arrendar y porque además la persona que nació en el barrio, allí construyó y cuando su hijo se gradúa y se casa le construye un segundo piso”, afirma el investigador.
La movilidad social en Venezuela, explica, no solo se detuvo, sino que retrocedió en los últimos tres años. El trabajo publicado por Lacso en 2012 indicaba que entre 2007 y 2008 se contaba con los recursos necesarios, pero no había oferta de alquiler porque se paralizó.
“Ahora todos nos hemos empobrecido y eso ha ocasionado que la gente no pueda alquilar”, dice. Con un agravante: el piso legal. La Ley de Inquilinato hace imposible desalojar a un inquilino, y el propietario, para hacer que desocupe su vivienda, debe recurrir a otras fórmulas más expeditas, como dormir en el pasillo a la espera de que su ocupante salga, y no son las únicas.
“Hay miles de sentencias de desalojo sin ejecutar en la Superintendencia Nacional de Arrendamientos de Viviendas, porque hay una decisión política que lo impide, pero además en esa instancia solo a los inquilinos se les reconocen los derechos, y no a los propietarios, entonces no hay justicia y, en consecuencia, no se abren opciones para arrendar”, afirma Briceño León.
Toda esta situación, asegura, representa un retroceso social. A pesar de que el estudio señala que la modalidad del alquiler en las zonas populares adquiere su sentido nato de cooperación e inclusive de seguridad social o ayuda en los arrendatarios pobres, también existe el temor de arrendar que degenera en violencia. “Tenemos información de que esos casos se están dando. A quien no quiere desalojar le cortan los pocos servicios o le rompen el vidrio a los carros, y eso es ilegal. La vida civilizada es una relación de normas y su cumplimiento. Aparece una forma de anomia y se impone la fuerza”.
Fuente: El Nacional
Fecha: 02 de abril de 2017