“No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro”. Este llamado de atención del Papa Francisco, si en algún país debe ser escuchado es en nuestra Venezuela, que esta semana vivió un episodio dantesco, que mostró, sin ningún tipo de maquillaje, la realidad que se vive a diario en nuestro país.
La masacre ocurrida el lunes pasado en El Junquito contra Oscar Pérez y sus compañeros puso los ojos del mundo en la violación de los derechos humanos en Venezuela, en la impunidad con la que operan algunos funcionarios de los cuerpos policiales y en la complicidad de otros que se supone deben velar por la integridad de nuestro pueblo.
Las leyes venezolanas no contemplan la pena de muerte, pero la realidad es otra. El gobierno de Nicolás Maduro condenó a nuestro pueblo.
Desde que se iniciaron las llamadas OLP en Venezuela, las ejecuciones extrajudiciales se convirtieron en práctica rutinaria. Se estima que en estos operativos policiales y militares, sólo en 2016, murieron ejecutadas 241 personas en actos de verdadero exterminio.
En 2017, 26.616 venezolanos perdieron la vida en forma violenta, mientras que en Irak, país que vive en guerra y sometido a constantes ataques terroristas murieron en el mismo período 3.298 civiles.
En Venezuela hay una guerra pero contra la vida.
Es cierto, la inseguridad siempre ha estado entre los problemas a resolver. Todavía está fresca en la memoria de los venezolanos la alarma que nos causaba que mataran a un ciudadano por un par de zapatos o por un celular. De hecho en 1998 la inseguridad ya era una de las razones por las que los venezolanos abandonaban el país.
Pero año tras año la situación se ha ido agravando, no sólo ha aumentado el número de personas muertas y heridas por la violencia, sino también el número de venezolanos que han decidido irse al ver lo poco que vale la vida para quienes dirigen el destino del país.
En 18 años se han anunciado con bombos y platillos 26 planes de seguridad sin resultados. Las cifras hablan por sí solas.
Encabezamos la lista de países con más muertes violentas con un índice de 89 por cada 100 mil habitantes, según los más recientes informes de organismos que investigan las estadísticas de criminalidad.
Superamos con creces el índice de 10, que la ONU considera como epidemia de violencia.
Por resistirse a la autoridad en 2017 murieron más de 5 mil personas, un promedio de 106 semanales y 15 diarias. En este lamentable balance se encuentran también los 163 venezolanos que cayeron defendiendo sus derechos entre abril y julio de 2017 durante distintas protestas.
Pero no es necesario tirar de un gatillo para acabar con una vida. El Estado también lleva al borde de la muerte a aquellos que tiene bajo su custodia. Qué explicación tiene la situación que viven quienes se encuentran privados de libertad, con o sin condena, culpables o inocentes.
¿Y los más vulnerables? ¿Acaso no condenan a muerte a nuestro pueblo cuando ven inconmovibles, cómo nuestros niños, nuestros abuelos y nuestros enfermos, pierden la vida por falta de alimentos, de medicinas y por las graves fallas en nuestro sistema de salud pública?
Para el Estado y para Maduro, la vida no vale nada. Se sientan cómodamente a señalar a otros de los males que ellos han sembrado con su discurso de odio y violencia. Puede que todavía uno que otro les crea, por convicción o conveniencia, pero las atrocidades que están cometiendo son crímenes que no prescriben.
Se escudan en el poder y en el secuestro de las instituciones del país. Se creen poderosos pero de la justicia divina nadie se salva.
Venezuela clama justicia por los miles de venezolanos asesinados en total impunidad, los millones que padecen por falta de alimentos y medicinas, sin posibilidades de tener una vida tranquila.
Estamos atravesando la peor de nuestras crisis, pero no podemos permitir que el Gobierno nos convierta en su espejo.
¡No creo en el camino de la violencia! y aunque el gobierno nos haya secuestrado nuestro derecho al voto, debemos seguir luchando para rescatarlo.
Claro que estamos indignados, pero esa indignación debe convertirse en motor para seguir luchando por lo que queremos, una tierra de paz y progreso, donde vuelva a imponerse el valor de la vida. Un país que vuelva a ser receptor de nuestros hermanos de otras naciones y al que regresen nuestros amigos y nuestros familiares que decidieron irse buscando un futuro mejor.
Venezuela clama justicia, no revancha. Los venezolanos debemos defender la vida de todos sin importar si piensan distinto. No seamos aquello que queremos erradicar. Si no rompemos con ese círculo vicioso este país no va a cambiar.
El próximo martes se conmemoran 60 años del 23 de enero de 1958. Pensemos en esa fecha y recordemos que la unidad la hizo posible.
Tenemos un compromiso con Venezuela. Luchemos juntos porque impere una verdadera justicia, sólo así lograremos la ansiada paz que nos permitirá tener un mejor futuro.
¡Que Dios bendiga a nuestra Venezuela!
¡Seguimos!